Llevo una temporada leyendo y escuchando de
forma recurrente que los profesores somos superhéroes,
que tenemos súper poderes, que
el futuro está en nuestras manos, que en el aula hacemos magia… entiendo la metáfora, pero hay que tener
cuidado con las palabras al definirnos. Es peligroso sentirnos “Prometeos” en el aula.
La importancia de las emociones es
incuestionable y resulta evidente que los profesores debemos educar a nuestros
alumnos en inteligencia emocional.
La frase viral que reza De nada sirve que
un niño sepa colocar Neptuno en el Universo si no sabe colocar sus emociones
ya es un mantra entre los docentes. Todas las “recetas” están escritas: escuchar
activamente a los alumnos, enseñar a reconocer emociones, resolver conflictos
de forma eficiente, ser empático, no caer en la sobreprotección, potenciar la
autoestima… pero todos sabemos que esto, a veces, es tarea complicada,
precisamente por eso, porque no somos
superhéroes.
Los profesores no solo transmitimos conocimientos,
necesariamente transmitimos emociones
y esto lo hacemos desde que entramos por la puerta del aula, por los pasillos,
en los patios, en el autobús, en las excursiones… No solo educamos en
inteligencia emocional cuando hacemos una unidad del Monstruo de colores, educamos en inteligencia emocional cada minuto
que pasamos con nuestros alumnos. Se nos olvida la primera premisa, el primero que debe ser emocionalmente inteligente es el profesor y esto a
veces, en nuestra profesión (seamos sinceros) es tarea difícil de conseguir. Hay situaciones que
nos sobrepasan, conflictos que nos desestabilizan, vidas adolescentes que nos
desbordan, con el vertiginoso ritmo del día a día no siempre encontramos la palabra
apropiada ni el gesto oportuno.
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