No caigamos en la trampa

     Hace unos meses, un profesor universitario escribía una carta a sus alumnos donde les decía “me dedico a engañar más que a enseñar”. El profesor describía un panorama desolador en sus clases: jóvenes universitarios que no sabían estar en el aula, sin preguntas ni inquietudes, con un bajo nivel académico, sin habilidades básicas indispensables en estudios superiores, sin capacidad de expresión, con poco vocabulario, con nulas habilidades blandas como el liderazgo, la resiliencia o el trabajo en grupo y anestesiados por las redes sociales. La carta se hizo viral. Todos los medios de comunicación la publicaron.

    También Marc, profesor de secundaria, escribía en sus redes sociales que deja la docencia porque no aguanta más y está cansado de las faltas de respeto de sus alumnos y las malas contestaciones. Cinco años en las aulas han sido suficientes para terminar con su sueño de ser profesor “lo dejo, me estoy amargando la vida” Sus declaraciones se hicieron virales y fueron recogidas por todos los medios de comunicación.

    Varios amigos me reenviaron estas noticias asustados por el panorama y casi dándome el pésame por dedicarme a esta profesión a la que amo.  

    Esto es  una realidad y está pasando en nuestras escuelas, colegios, institutos y universidades. Me preocupa. Me entristece.

     Nunca hemos tenido tantos conocimientos en neuroeducación, ni tanta investigación y evidencias sobre el proceso de enseñanza-aprendizaje y, sin embargo, parece que nunca ha sido tan difícil enseñar. Nunca ha existido un claustro de profesores tan preparado y bien formado y, sin embargo, parece que nunca ha sido tan complejo dar clase. Nunca ha sido tan fácil compartir buenas prácticas  y publicar experiencias educativas de éxito y, sin embargo, nunca  tan complicado entrar en las aulas. Nunca tan difícil ejercer el oficio.

     No caigamos en la trampa fácil de señalar culpables: La culpa es de las familias que no educan bien a sus hijos; la culpa es de los profesores que no saben motivar a los alumnos y no trabajan nada; la culpa es de la sociedad (como si la sociedad fuese un ente independiente del que no formamos parte); la culpa es del gobierno y de las leyes educativas que dictamina; la culpa, la culpa… Y con este ruido de fondo que no conduce a ninguna parte, veo una profesión tocada y debilitada y a unos jóvenes cansados, apáticos, desesperanzados, desganados, hiperconectados a las redes pero desconectados de su mundo, de su realidad y de su ser.  El fracaso de un  sistema educativo es un fracaso como sociedad y la solución no es buscar culpables sino trabajar juntos.

     Supongo que en todas las profesiones se vive la frustración y el desencanto, pero la nuestra es una profesión de fe y sabemos que todo tiene su tiempo y que hay un tiempo para todo. Creo en ellos, si no lo hiciese mañana no entraría al aula. Tan “conectados” y al mismo tiempo tan “desconectados”. Sé que gritas para que alguien te ayude a ser tú mismo, porque no sabes, porque no puedes, porque es complicado encontrar tu sitio y ser uno mismo en este mundo vertiginoso, hiperconectado, incierto, cambiante y complejo. En las aulas también suceden cosas maravillosas pero estas no son virales ni protagonizan grandes titulares. Querido alumno, no te culpo. No te engaño.



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